Por Javier Orrego C.
Alemania, la inflación de 1923 |
En el curso de los
siglos XVIII y XIX muchos países afirmaban su economía en un patrón de
intercambio basado en el oro y la plata. Entre 1870 y la Primera Guerra Mundial
se adoptó principalmente el patrón oro. Según este sistema cualquier persona de
cualquier país del mundo podía transformar el papel moneda en una cantidad de
oro equivalente fijada de antemano. Todo el dinero circulante tenía un respaldo
en oro –y en algunos casos, plata– que descansaba en el tesoro público de los Estados.
De este modo éstos sólo tenían que fijar el precio de su moneda y procurar que
el circulante no fuera nunca superior a sus reservas metálicas. Por otro lado,
los individuos tenían la posibilidad de mover el oro libremente a través de las
fronteras. Entre otras cosas, el uso de este sistema aseguraba que los valores
de las diferentes monedas se estabilizaran dentro de una franja razonable.
Suele suceder que
cuando un país cae en un déficit de su balanza de pagos se produce
un flujo de salida de divisas –o de oro– fuera de su territorio. En general un
déficit de la balanza de pagos puede desencadenar una crisis económica si el
Banco Central del país afectado no toma medidas compensatorias debido a que el flujo
de salida causa una contracción en la oferta monetaria, lo cual retrae a su vez
la actividad económica afectando el empleo y las inversiones. Pero cuando la
economía de los países se basa en el patrón oro las medidas compensatorias son
prácticamente automáticas ya que el déficit suele provocar una caída de los
precios en el mercado interno con respecto a los demás países lo cual alienta
por una parte las exportaciones y reduce, por otra,
las importaciones posibilitando un flujo de oro en sentido inverso. Este
efecto se ve reforzado simultáneamente por el flujo de capitales atraídos por
la caída de los precios. Es decir, el oro regresa al país. Se genera de esta
manera, gracias al patrón oro, una compensación automática que induce al
equilibrio y a la estabilidad económica entre los distintos Estados.
Tal vez el gran
problema de este sistema es que necesita de la buena fe de los países y sus
gobiernos para funcionar correctamente. La cooperación y el respeto por las
reglas del juego resultan indispensables. Y la situación política de los
Estados suele introducir variables exógenas indeseadas, como la necesidad de
financiar las guerras y carreras armamentistas que incitan a los gobiernos a
imprimir papel moneda sin respaldo destinado, entre otras cosas, a cubrir las
facturas de los fabricantes de armas. Muchas de las grandes fortunas de hoy en
día se hicieron sobre esa base.
De todos modos el sistema
se mantuvo en vigencia, con diversas variaciones, hasta bien entrado el siglo
XX. Gran Bretaña, por ejemplo –cuna de la Casa Rothschild–, lo abolió recién en
1931 luego de la Gran Depresión de 1929, fundamentalmente para evitar la caída
libre de precios y salarios en respuesta a la reducción global de la demanda.
Después del colapso se implementaron por todas partes políticas económicas
nacionalistas que impulsaron un fuerte proteccionismo que afectó el comercio
multilateral y ahondó la crisis de los años treinta, todo previo al estallido
de la Segunda Guerra Mundial.
A este respecto es
interesante apuntar que es imposible comprender el emerger de los grandes
experimentos totalitarios surgidos durante la primera mitad del siglo XX –el
bolchevismo, el fascismo y el nazismo– sin el concurso de la banca
internacional. Cuando se presentan estas situaciones nebulosas en el devenir de
las naciones suele bastar con identificar dos puntos o momentos de la historia,
separados por una cantidad de tiempo prudente –digamos, un cuarto de siglo–, y
trazar una línea entre uno y otro para ver hacia dónde apuntaban desde un
principio los esfuerzos de los grandes titiriteros de la historia humana. Por
ejemplo, para descubrir la huella digital de estos últimos actuando detrás de
los acontecimientos de entreguerras hemos de aplicar este criterio fijando
estos puntos de referencia en la irrupción del fenómeno del nazismo en Alemania
y en los acuerdos de Bretton Woods.
En efecto, sobre el
final de la Segunda Guerra, entre el 1 y el 22 de julio del año 1944, los
aliados, con Alemania ya de rodillas, se reunieron en el complejo hotelero de
Bretton Woods, en New Hampshire, para celebrar una Conferencia Monetaria y
Financiera de las Naciones Unidas convocada especialmente para establecer las
reglas del juego que regularían de ahí en más las relaciones comerciales y
financieras entre las grandes naciones. Entre los acuerdos de estas sesiones,
impuestos a la fuerza por la delegación de los Estados Unidos, está la creación
de Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, además de la adopción del
uso del dólar estadounidense como moneda internacional. A partir de entonces se
decidió que todas las divisas serían convertibles en dólares y que sólo éste
podría ser convertido en lingotes de oro en razón de una tasa fijada en 35
dólares la onza.
Tan sólo 31 años
separan la creación de la Reserva Federal de los Estados Unidos (FED) de los
acuerdos de Bretton Woods. En forma parecida, transcurrieron 25 años entre el
inicio de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. En el transcurso de este
lapso de tiempo en que la humanidad fue testigo de las atrocidades más grandes
de su historia conocida, se afianzó el poder global de un puñado de familias
aglutinadas en torno a la Casa Rothschild en Gran Bretaña y la dinastía Rockefeller
en USA. La corona de espinas de esta flagelación de la humanidad por parte de
esta casta de señores sin señorío que
se apoderaron del mundo, fueron los ataques a las ciudades japonés de Hiroshima
y Nagasaki al término de la Segunda Guerra Mundial.
A su vez, los términos
de Bretton Woods –que entraron en vigencia en 1946– se mantuvieron vigentes por
espacio de 25 años hasta que en 1971 la administración Nixon, impelida por la
necesidad de financiar el gasto bélico en Vietnam, rompió las reglas del juego
emitiendo dinero sin respaldo, situación que generó una reacción en los bancos
centrales europeos que se volvieron locos intentando convertir sus reservas en
oro, creando con ello una situación insostenible para los Estados Unidos.
Frente a esta situación, el presidente Nixon suspendió unilateralmente la
convertibilidad del dólar en oro para el público y devaluó la “divisa madre”
del mundo moderno en un 10%. Era el mes de diciembre de 1971. Dos años más
tarde la moneda norteamericana sería nuevamente devaluada. Todo el episodio
terminaría con la derogación de la convertibilidad del dólar también para los
bancos y gobiernos extranjeros. A partir de entonces la fluctuación de las
divisas ha sido campo propicio para la proliferación de los especuladores financieros
que, como moscas, se abalanzaron sobre el cuerpo en descomposición de la
economía mundial.
Desde 1973 el dinero
que usamos es una herramienta abstracta utilizada por los amos del mundo para
incrementar el control que ejercen sobre la población mundial. No hubo nunca
poder más omnímodo, cruel, sanguinario e invisible sobre la faz de la
Tierra.
Es decir, si la
Segunda Guerra Mundial sirvió para reemplazar el oro por el dólar como pilar
fundamental de la economía global –sancionando el predominio de los Estados
Unidos en el ámbito de las finanzas y el comercio internacionales–, la guerra
de Vietnam dejó ese poder en manos de quienes, atrincherados detrás de la
administración del gobierno estadounidense, clavan sus garras en el alma de los
pueblos ejerciendo su tiranía por medio del control absoluto del dinero, pues controlando
el crédito en el seno de una sociedad que cree que todo se puede comprar y
vender, los amos del mundo lo controlan todo. Y no necesitan ya del oro para
hacerlo, aunque lo sigan acumulando.
Javier Orrego C., Fragmento de Los Dioses del Dinero
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